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Y se autodenominan demócratas

por el príncipe de las mareas

A estas alturas del partido, oír hablar de democracia en España resulta cuanto menos, cansino. Unos aluden a ella cuando pretenden la imposición, otros cuando sus pretensiones son las mismas pero desde otro prisma diferente. Los que con la arrogancia propia de la ignorancia nos bombardean continuamente desde sus atalayas bien colocadas en lo alto del cerro, alejadas del fuego enemigo nos conminan a que dejemos que los pueblos asuman su futuro en libertad, y los que desde los puestos de control de avituallamiento, nos recuerdan que la democracia viene impuesta por la decisión común de unos cuantos. Los primeros suelen decantarse por ideas trasnochadas, colgadas del alero de una casa erigida con los adobes de la mentira y encaladas con las venturas futuras que atesoran esas paredes que se caen a pedazos. Estos son minoritarios en sus aspiraciones políticas, residuales que no acaban de ver más allá de sus narices que el futuro augurado, no deja de ser un pretérito pretendido en unas ideas marchitas, malogradas en las carnes ajenas y en la sangre derramada. También conforman este grupo o soliloquio desafinado, los nacionalismos más rancios. Los nacionalismos son censurables todos, desde el imperialista hasta el reduccionista aldeano de andar por casa. Aquí tenemos de momento dos, uno que no acaba de saciarse de la sangre de los demás, y otro que aspira a ser imperialista desde una base tan necia como falsa.

La otra facción de demócratas pervertidos por la insatisfecha costumbre de atesorar todo lo que cubra la tierra, esos que no contentos con haber consolidado el futuro propio, pretenden que el nuestro, el de los demás, se envase en botellas fabricadas por ellos mimos. Sí, me refiero a los poderosos, a los insolidarios de talonario fácil que lo mismo adquieren una empresa, que los órganos aun palpitantes de un cuerpo esclavizado.

Estoy cansado de oírles hablar de democracia cuando solo pretenden imponer sus ínfulas, sus deseos más primitivos de prevalecer por encima de todo y de todos. Se creen demócratas porque consideran que la voluntad de un puñado, puede y debe prevalecer sobre la del conjunto de la sociedad de la que forman parte, se consideran oprimidos porque no les permitimos medrar sobre sus miserias y erigirse en sátrapas de sus dominios desafectados. Porque a veces, salimos a la calle y les decimos a la cara que estamos hartos de su absoluta desvergüenza, de su insolidaria e insatisfecha voracidad que todo lo arrasa, porque cada cuatro años les mandamos a lamerse las heridas producidas en una guerra maldecida por ellos mismos.

Democracia no es repartir miseria, no es acorralar al pueblo hasta que ya no le quede más salida que enfrentarse a quienes les roban el presente. La democracia no consiste en decidir unilateralmente el futuro de los demás, no se trata de imponer sus aspiraciones tan deslegitimadas como emponzoñadas de poder.

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