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No soy demócrata

por el príncipe de las mareas

He llegado a la conclusión de que no soy demócrata, y la verdad sea dicha, tampoco me preocupa lo más mínimo las connotaciones que conlleva el término, es más, me resulta delirante por no decir chirriante, que se argumente con esa frivolidad cuando se quieren referir a la puesta en practica de aquella forma de gobernanza que se dieron los antiguos helenos.

Hoy en España ser demócrata ya no es la constatación de unas libertades anheladas desde hacía décadas, ya parece que se han culminado las expectativas del vocablo que tiene su origen en pueblo, y su final en poder. Ahora las cosas han cambiado, las reglas del juego han mudado en una arbitrariedad propia de sociedades primitivas, donde la imposición ya no solo viene desde las esferas gubernativas, ahora se comparte ese anhelo inquisidor desde cualquier instancia social.

España, cual funambulista temerario, recorre el sendero del despropósito sin haberse procurado una red, camina con paso cierto hacia su propia roca Tarpeya, pero no para arrojar niños deformes, sino para despeñarse entera, con todos nosotros dentro. Esto quizá sea debido a una necesidad de acatar los más altos dictados de una norma no escrita, un criterio que cala tan profundo en aquellos que han perdido el rumbo, o quizá nunca han tenido una hoja de ruta que les marque su destino. Esa norma no es otra que la imposición de la propia estulticia colectiva, el aquelarre de una autodescomposición.

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