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Tres años después, continuamos para bingo

por el príncipe de las mareas

La inmensa mayoría de los españoles queremos un cambio en las instituciones, un giro inesperado que nos devuelva la ilusión, la esperanza y el sentido de lo que nunca deberíamos haber dejado de ser, una nación tal y como la venimos entendiendo desde siempre. Hoy, de momento no es posible, no se acaban de dar las circunstancias adecuadas ni las intenciones precisas. Es cierto que estamos hartos de corrupción, de juegos de manos de tahúres desdentados, decrépitas glorias que se resisten a abandonar el barco como buenas ratas. No es menos cierto que estamos cansados de promesas incumplidas, de ventas ambulantes de buhonero medroso, de derechos a granel sin el correspondiente certificado de garantía.
La casta, como se le viene denominando a la clase política, que de todo tiene menos clase, se derrumba como un castillo de naipes marcados, pareciera que es tiempo de dar paso a otras alternativas más consecuentes con la realidad actual: Fenómenos como Podemos o ciudadanos o alternativas seudoparlamentarias hibridadas entre esa misma casta y unas nuevas alianzas, tal vez una plataforma petrolífera que vuele por los aires cuando menos lo creamos. Hace mucho tiempo que no creo en los políticos, mi desengaño no es tal, como lo es mi escepticismo ante unos estigmas en las manos de montaje fotográfico – me niego a anglicanizar un castellano prostituido-. No me siento representado en una democracia representativa, y eso que ya me gustaría tener la ilusión que algunos parecen atesorar cuando sacan sus banderas y gritan consignas añejas cada vez que les tocan a rebato. Estos emergentes, estos vástagos bastardos de la casta, se erigen en mesías de un pueblo tan irredento, que difícilmente podrá ser conducido a ningún puerto de abrigo. Honestamente me gustaría recobrar la fe, creer que estos adalides del bien común, estos portadores de pancartas solidarias, de aliento renovado en una nación viciada hasta el hartazgo, nos van a traer eso que denominan democracia real.
La casta se derrumba, pero para dar paso a una nueva escuela de partidarios del reparto colectivo de las mismas inercias establecidas. No puedo creer en alguien que se arroga unos poderes que están fuera de su alcance, no soy partidario de demagogias advenedizas harto como estoy, de oratorias trasnochadas. Se autoproclaman la alternativa, el futuro, pero no dejan de coquetear con el pasado, con sus sombras chinescas que denotan unas manos plenas de pericia, pero faltas por completo de color, de entusiasmo verdadero ¿Acaso puedo soñar con una alternativa que se solaza con el terrorismo? ¿Es de recibo creer que los que han crecido bajo la sombra de la hoz y el martillo van a defender un bienestar que solo puede venir de un capital parricida? La gente quiere creer, tiene hambre de libertad, pero no de esa libertad irreal donde las cadenas son sustituidas por hipotecas que atenazan, por salarios de miseria que apenas si enjugan las lágrimas del desaliento. Yo quiero creer, pero mis pensamientos no me lo permiten, al menos de momento.

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