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¿Para cuando la razón?

por el príncipe de las mareas

Que derroche de insensatez, que despliegue de colores ante la ausencia de ideas. La calle hasta ahora era un lugar de tránsito para muchos, y un domicilio improvisado para los desahuciados de la vida. Ahora este gobierno con su ceguera la está convirtiendo en el patio de colegio de la izquierda.

Tras la debacle electoral de una izquierda tan rancia como la fundada por el zapaterismo, los resortes de la negativa a la aceptación de la voluntad popular se pusieron en marcha. Así se recurre a la tan sufrida calle con su variada fauna, con sus pintorescas representaciones o sus legítimas reivindicaciones. Siempre les ha funcionado, de hecho saben que vale tanto subirse en un carro de combate en plena plaza roja, como consentir que un grupo más o menos nutrido, acampe durante semanas en la Puerta del Sol. Con el pistoletazo de salida no hay vuelta atrás, se espolea a la muchedumbre para se comporte como tal, que deje de lado la individualidad, el individuo piensa, y en contadas ocasiones razona. La turba se despliega, arremete contra todo lo que suponga un freno a su desenfreno.

Ante la insolencia de algunos, se responde con contundencia contra todos, y ahí radica el error. Un gobernante no puede, no debe aglutinar a la ciudadanía en una masa amorfa que le supone un contratiempo. No puede ni debe, entrar al trapo de unas provocaciones pactadas de antemano, gestadas en las sedes de algunos partidos residuales, y mucho menos permitir que una alternativa de gobierno se tire al monte con el cuchillo entre los dientes. Seamos sensatos, recapacitemos un momento; un bando y el otro, unos contendientes que deberíamos componer el mismo colectivo no debemos participar del aquelarre de los que viven de desestabilizar. Yo ciudadano estoy sometido a unos dictados, no por que me los imponga la voluntad de un gobernante, sino porque eso es fruto del consenso de la sociedad. Una sociedad debe estar articulada, debe soportar las obligaciones para que los derechos fluyan con normalidad. Si me gusta circular por las aceras con un vehículo a motor, no estoy en mi derecho individual, perturbo el derecho colectivo de los viandantes, y el interés de la mayoría debe primar. Para que esa sociedad respete el pacto social como le llamó Rousseau, la otra parte, el gobernante debe hacer lo mismo, debe adecuar su comportamiento a las necesidades del colectivo al que representa. Aquí llegamos al error, aquí asoma sus bigotes el desencuentro y la desestabilidad. Si yo gobernante no cumplo mi parte del trato, sea gestionar los recursos en beneficio común, sea garantizar el libre desarrollo de las libertades individuales y colectivas, entonces me veo abocado a que la otra parte no se vea instada a cumplir con la suya.

El caso español hoy en día es claro ejemplo de ese desencuentro social, de ese enfrentamiento entre la ciudadanía y las instituciones. Si los recursos se vuelven escasos, no se deben dedicar a intereses particulares obviando las necesidades básicas del administrado, máxime cuando éste, soporta la carga impositiva que le debe garantizar las prestaciones comprometidas. Si yo gobernante desvío los recursos previstos para infraestructuras, educación, sanidad y bienestar social en la urgencia de dedicarlos a rescatar entidades privadas como son los bancos, mala acogida podrá tener esa medida fuera del ámbito financiero. Si un banco necesita dinero para afrontar la ausencia de beneficios, o para sufragar la gestión irresponsable, y a veces delictiva de sus administradores, como entidad privada deberá recurrir a sus propios recursos, deberá sanearse desde el interior, o solicitando un crédito a las instituciones financieras que estén en disposición de afrontar ese riesgo. O sencillamente quebrar, lo que viene siendo entrar en concurso de acreedores. Lo que no puede hacer el gobierno es premiar el delito o la irresponsabilidad, detrayendo los recursos generados por la ciudadanía, para sufragar este desaguisado, máxime si con ello se deja en cueros el sistema de bienestar general.

Cuando ocurre lo antedicho, la población sufre, se solivianta y termina por revolverse contra aquel que no sabe o no quiere enmendar ese error. En esos momentos surge el movimiento larvado, ese que acecha en la sombra de una urna a la espera de su oportunidad. Si bien ha habido épocas en las que esas urnas eran permutadas por elementos más contundentes y de resultados mucho más dramáticos. Jalean el descontento, atizan sibilantes la decepción y consiguen poner en marcha a unas personas que reunidas, masificadas y manipuladas, dejan de ser individuos para convertirse en horda que asolará todo lo que se interponga a su paso. Luego los que han descuidado sus deberes, los que no han sabido o querido buscar soluciones, se verán afrentados, atacados en su fuero de intocables, de iconos de la razón incomprendida por la furia de unos indeseables. Y como siempre se recurre a los ejércitos para contrarrestar al enemigo, solo que en los tiempos modernos y en lugares donde aun pervive la democracia, el ejercito se cambia por la policía. Y armados para la ocasión deberán cumplir con su juramento de guardar el orden establecido, deberán golpear y disolver los ánimos encrespados de una cada vez más nutrida tropa de ciudadanos que no comprenden, que no comprendemos, por que el bienestar general debe quedar sometido a los dictados de los que sufragan los desmanes, de aquellos que en su día elegimos para que nos condujeran por el camino de la concordia, de la paz social y el sustento diario.

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