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Muerte por derecho III

por el príncipe de las mareas

El cantar de Mio Cid fue suplantado por el piar monocorde de un gorrión hambriento, que, errando en su vuelo, se había colado por la claraboya sin arreglo. Las vueltas convulsas, exasperadas no daban solución al problema planteado en la primera pregunta. En efecto, la coincidencia en el calendario gregoriano hizo converger a los alumnos de tercero y al pardal despistado en un aula desierta cinco minutos antes. No ha lugar a venturas cuando el infortunio acecha agazapado tras los visillos de un examen, no es de recibo personarse ante el tribunal, si no se viene provisto de los rudimentos necesarios para una salida airosa; que la puerta del aula no es lo suficientemente ancha como para permitir la salida del alumno y su orgullo mancillado. El espeso, casi compacto silencio, es apenas roto por un rasgar continuo sobre el papel entregado, como lo está éste, que evidencia la envidia desatada de sus compañeros de fatigas. No en vano, a más de uno se le ha revuelto el estómago ante la certeza de un suspenso acomodaticio en un expediente impoluto. Las garras engarfiadas aferran el pilot de punta de gel —atrás quedarían las plumas de ganso, o esa estilográfica de tinta irredenta— se resbala entre los dedos que no presentan la pericia necesaria para tan ardua misión, no son escribas egipcios acostumbrados al stilus para profanar las tabillas de cera, así que la destreza no es asunto baladí a la hora de pergeñar las ideas sobre el folio inmaculado. Una ráfaga de aire eriza la piel porosa de aquellos escogidos por el destino, el leve azoramiento apenas si brilla en las pupilas, en las rendijas ocultas tras unas lentes imaginarias. El paso lento, cansino, desesperante del ojeador se confunde con el recorrido de las manecillas del reloj, este oráculo del tiempo ya anuncia los diez minutos que van restando a la cuenta ofertada cuando comenzaron el examen:

            —¡Quedan diez minutos! —resuena la voz del becario encargado de vigilar a los examinandos.

            No cruje el pupitre atornillado ni alienta la respuesta el alumno absentista, que los libros están para leerlos, y no vale solo con adquirirlos en la vecina librería. La marcha derrotada de calzados gastados se desliza sobre el mármol bruñido, la sonrisa siniestra del profesor se regodea ante el escarnio de los alumnos abandonados a su suerte, la que azarosa, se les ha desplegado ante la mesa del profesor que, solícito, recoge una a una las páginas garrapateadas con mayor o menor acierto. Salen derrotados antes de enfrentarse con sus anhelos, salen vencidos antes de calzarse las grebas en sus piernas maltratadas por una silla baja, excesivamente infantil para gente de provecho. No habrá piedad para los vencidos, no se sacrificarán toros blancos por una victoria, que ni el propio Pirro hubiera admitido.    

            Dos semanas habían transcurrido cuando cundió la alarma, trece días, no más, desde que el ara del profesor se desangrara ante tanto sacrificio humano. Todos, sin una sola excepción habían suspendido el examen; todos y cada uno de los candidatos a superar la prueba ofertada habían sido desterrados del aprobado anhelado ¿Qué había podido ocurrir? Tal vez el colgante del adefesio tuviera una respuesta; pudiera ser que el profesor hubiera confundido las lenguas babilónicas de los evaluados para no tener que arrojar un saldo positivo. Sea como fuere, la cosa sonaba a duelo en las alturas, y así, sucedió. Una tras otro, hasta sumar cincuenta y seis subieron las gradas que les separaban del despecho del dómine. El cubículo presentaba las entrañas de una vida dedicada al estudio, una suerte de códigos conversos se alineaba sobre las dos sillas que amueblan el despacho: la una desvencijada, cargada de años y de libros a partes iguales; la otra serena, tapizada en rojo con abalorios dorados, diríase asiento de arzobispo diocesano. Sobre su mesa de roble añejo luce una fotografía enmarcada en plata, dos figuras se saludan con un apretón de manos. Una de ellas muestra al profesor con algo más de cabellos, y sin lentes graduadas, la otra perfila la imagen de un hombre vestido con una especie de túnica blanca abotonada hasta los pies, y tocado con un capelo del mismo color. ¿Acaso se trata del papa? Los primeros en entrar lo hicieron tácitos, sin llegar a penetrar del todo, con un rubor que les cubría el bozo sin afeitar. El profesor sentado en un sillón de respaldo alto y ajado, los mira sin conciencia y abre una boca trazada con un tiralíneas de estratega ¿Y bien? Arguye ante la presencia de los correligionarios del suspenso. Uno, el más osado, quizá el menos valiente, pero sí acaso temerario en estas coyunturas se decide a parlamentar en nombre del grupo que ahora empuja, que se balancea sobre las punteras de una ilusión apocada, harto débil para concretarse. La mano seca, nervuda le detiene, el signo es claro, inapelable, imperativo —¡Pase y cierre la puerta!

            Seis días después hallaron el cadáver, la señora de la limpieza había notado un olor nauseabundo que provenía de la rendija a ras de suelo de la puerta cerrada. La investigación llevada a cabo no arrojó más luz sobre el asunto que, la que penetraba por la ventana del despacho del decano. Se eligió al mejor en cuestiones de semejante enjundia, pero no hubo resarcimiento avanzado el mes de junio, y es que las víctimas fueron de nuevo las mismas, incrementadas con los que obviaron la opción del parcial de marzo. Un detalle desapercibido para los ojos no escrutadores escapa apenas sin un leve aleteo, la mosca verdosa y de brillos metálicos se había posado en la nalga del finiquitado, el díptero parecía señalar con su espiritrompa el signo borroso que adorna la extremidad; parecen unos dígitos, un cuatro y un seis. De nuevo todos y cada uno recorrieron el listado de una disciplina que les daba jaque mate sin excepciones. Un camposanto de convocatorias se diría que albergaba ese despacho. El profesor fue llamado a consultas, el asunto deparaba argumentos de tipo internacional, de hecho, el decano vestía sus mejores galas cuando se entrevistó con el estudioso de los criminales, tanto en cantidad como en calidad. No pudo extraer amen de una sonrisa, palabra o argumento que advirtiera de la posibilidad de un error en las calificaciones, por lo que no tuvo más remedio que dejarle marchar, no sin antes obtener una promesa de que emplearía toda su experiencia y parte de su saber, en tratar de demostrar que esta muerte estaba íntimamente relacionada con la otra, la del adefesio que colgaba de la techumbre acristalada. No le resultaría fácil la empresa, al menos en lo tocante a las pruebas que pudiera recabar in situ, ya que, por aquel entonces, la lámpara aficionada se había secado. El cuerpo inerte que colgaba del que a su vez pendía del techo, no había sido retirado aun, y al parecer de las evidencias esgrimidas por el decano, no habría lugar a tal descuelgue. No se sabía el motivo, ni la razón que llevaron al alumno a prenderse del artilugio demoníaco, solo la conciencia de sus argumentos fueron testigos de ello, nunca se conocería la verdad de unos hechos con final tan siniestro.

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