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De Cádiz a Canadá

por el príncipe de las mareas

Dicen que era de Cádiz, que había trabajado como ayudante de un boticario desde los ocho años hasta que cumplió los veintidós. De cabellos encrespados, ambarinos como la piel de las manos. Hablaba con ese deje característico y socarrón de las tierras del sur, se acomodaba una guitarra manida de tres cuerdas remendadas y entonaba unos versos de aires marineros.

Pepe se pasaba las tardes enhebrando las pleitas que el mismo había tejido por la mañana, una a una las enredaba hasta darle la forma de una tira de esparto de medio palmo de ancho por cinco de largo. Tenía fama de haber cosido tantas de éstas como para fabricar varios cientos de cenachos, de tantas formas y tamaños como podía imaginar la mente del que jamás había visto uno de esos utensilios tan socorridos en tiempos de cosecha. Se los encargaban de todas partes, desde los pueblos vecinos hasta la lejana capital, se comentaba que le había llegado un encargo desde el mismísimo Toronto, allá por el lejano Canadá. Mariquilla sin ir más lejos se había embarcado en busca de los amores de aquel que decía proceder de la región de los grandes lagos. Apenas si había cumplido los dieciséis cuando le conoció. Hombre alto donde los hubiera, les sacaba la cabeza a todos los del pueblo, y eso que caminaba un tanto encorvado. Se presentó una mañana de cosecha, todos estaban en el campo afanados en la recogida de la castaña, todos menos Adalberto que regentaba la cantina de martes a viernes. Los fines de semana los alargaba hasta el lunes para descansar de la ardua tarea de haberse bebido la mitad de las existencias. El americano asomó bajo un sombrero de ala ancha tocado con una pluma de gavilán, apenas si se le veían los acuosos ojos grises sobre un lienzo blanquecino y barbilampiño.

Afanado en las tres cuerdas de la guitarra el gaditano murmuraba unas letras entre dientes, las acompañaba de unos lamentos recogidos, se diría una plegaria aquello que sus labios musitaban. No levantó la vista para cruzarla con el recién llegado, éste si se fijó en la figura enjuta doblada sobre una silla que zahería con una bota gastada de cuero amarillo. Adalberto que asomado a la puerta en busca de algún cliente que echarse a la boca le ve, espanta de un manotazo los requiebros del cantaor y se parapeta contra el poste que sujeta un velamen, una falsa mesana en el piélago de la tarde.

- Buenas tardes musita el foráneo con acento cargado.

-Muy buenas tenga usted, le recrimina Adalbaerto ¿se le ofrece algo? Invita más que pregunta en la espera de que pase a sus dominios y afloje unas monedas a cambio del mosto de la tierra.

Frasco, que así es como conocen al guitarrista, se hace eco de la invitación y baja la bota de la silla con el mismo movimiento para soltar la guitarra que termina apoyada a los pies del poyete encalado, ese que conforma la entrada de la casa de Juan, el natural y vecino del pueblo desde que lo parió su madre hace más de setenta años. El labio superior parece el de un proboscídeo, parece como si paladeara las palabras del cantinero, o acaso venteara el celo de alguna en edad de cubrir. El americano esboza una mueca que debe querer simular una sonrisa, manotea en busca de las palabras adecuadas y espeta un “sorry” no muy del gusto de los presentes. El cantinero le mira desafiante, como sintiendo el impulso de arrearle con la mano abierta en los morros al que acabado de llegar, ya se permite el insulto fácil. Frasco le contiene con la mirada, versado en las lenguas foráneas por su vecindad con el puerto, se atreve a espetarle un “guelcom” con tantas faltas de ortografía como la pronunciación le hubiera permitido.

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