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Criminales inimputables

por el príncipe de las mareas

Raro sería aquel que de pequeño, no haya mantenido alguna disputa en el colegio. No existía enemigo mayor o menor a la hora de dilucidar nuestras diferencias por unas canicas, un amigo en apuros o simplemente por una cuestión de prevalencia. Nuestras peleas te podían costar algún arañazo, un golpe en salva sea la parte o un tirón de pelos si el agresor era una fémina. Jamás, y digo jamás, nuestras agresiones llegaban al extremo de causar lesiones de gravedad o que pudieran tener secuelas en un futuro. Hoy, una niña de ocho años ha sido brutalmente agredida, han llegado a causarle unos daños que bien pueden resultarle unas taras difíciles de superar; han podido acabar con su vida.

Cuando se lleva a un menor al colegio, no se le deja en la calle a la ventura, ni se le está abandonando a su suerte, se le deja en manos de los que toman el relevo de los padres o tutores: sus profesores o maestros, como mejor gusten de llamarlos. Cuando ese menor es agredido por personas inimputables, que carecen de cualquier responsabilidad civil o penal, la responsabilidad se desplaza –aunque en realidad nunca ha salido del ámbito del que la tiene− a sus profesores, que tienen la culpa in vigilando al no haber cumplido con su estricta obligación de velar por esa persona dejada a su cargo, y a los progenitores o tutores de aquellos que han demostrado su más absoluto desprecio hacia las normas de convivencia.

Si de mí dependiera, estos padres serían investigados para deducir, si sus métodos educativos pudieran constituir un procedimiento que culmine con la retirada de la guarda y custodia de esos hijos, que se han transformado en alimañas.

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