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A tientas

por el príncipe de las mareas

El lobo aúlla por la Sierra de Gredos, lamenta su extinción premonitoria en la noche que teje su mortaja al día que acaba. No se arrebujan bajo las faldas maternas los ramones de este pueblo, no se esconde bajo las sábanas don Ginés aturdido por el ladrido sostenido, si lo hace el perro turco de Juan, el que dejó de serlo cuando su mujer, Paula lo entregó a su cuñado. La luna se recorta sin decoro entre unas nubes bajas que la cubren a medias, solo tapándole las vergüenzas que no esconde, es como si llegada la noche, la lujuria plateada se asentara en el camino de Navaconcejo, en esta tierra aterida y yerma que apenas si cobija los humores del destino.

A tientas las figuras menudas emulan su presencia, las agujas enfundadas, como si la pelea hubiera sido desdeñada, las copas prietas, formando una escuadra comandada por la botella de licor. A tientas las voces quedas, van encontrando acomodo en las orejas vencidas, apenas si llegan con el suficiente vigor como para ser interpretadas; no importa, la oscuridad es la que manda por encima de la dueña de la casa ¿Se atreverá a prender ese interruptor retorcido sobre una base nacarada? Teresa se mueve con sigilo, sus manos casi rozan el suelo de baldosas enrojecidas, tintas en sangre incruenta desde que su padre, hará ya seis décadas, levantara los muros de esta que hoy es su casa.

  • Se ha hecho tarde. Reclama más que avisa Fermina.
  • Sí, habrá que ir preparando la cena. Corrobora su cuñada Justa.

No ha lugar a desfile sacramental bajo palio de edades pretéritas cobijadas bajo prendas de luto encanecido, sí se mueven los pies gastados en busca del consuelo de haber terminado otro día. Uno más que arrancar al calendario de hojas impresas en la mirada quieta de cada una de ellas.

Justa es viuda desde dos días después de las nupcias, las autoridades eclesiásticas a punto estuvieron de anular el casorio por motivos de falta de consumación. Ella se opuso con todas sus fuerzas alegando que la virginidad había pasado a mejor vida, que tenía pruebas fehacientes en las sábanas de franela, que la boda se celebró en Marzo, y el frío no fue obstáculo para sangrar como manda la tradición. El párroco no quiso enfrascarse en averiguaciones de oficio, que no estaba el hombre versado en los entresijos de la cohabitación marital, así que dio por buenas las explicaciones de la Justa. Las seis fanegas de tierra del marido apenas si daban para sacar adelante a la prole que nunca tuvo, pero enjugaban las tripas con la renta que pagaba el cabrero por aprovecharse de sus pastos. Corrió el rumor por el pueblo que la Justa se había obstinado en la culminación del acto por motivo de aquellas tierras, que de no haber tenido el difunto más propiedades que la dentadura postiza que también le dejó en legado, rauda hubiera denunciado que lo suyo con el finado no había pasado de prepararle la cena. Se acostó temprano aquejado de un dolor en el hígado, ella lo achacó a la media arroba de vino trasegado durante el festejo, él lo negó maldiciendo el santoral completo, incluyendo al patrón del pueblo vecino. Justa no entró en debates estériles como quedaría su vientre a perpetuidad, no era caso de llevarle la contraria y la mano velluda del marido se asentara con violencia en su persona. No quiso que se llamara al médico del pueblo vecino, el orgullo a cuenta de la disputa por las aguas del Jerte le prohibían semejante sacrilegio. “ya se me pasará”, balbuceaba con una puntada en el alma, la misma que le faltó a la voz para sujetarse a la garganta

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